Historia sin fin: Hiero porque estoy herido.
Nos negamos a aceptar que la vida no está diseñada para que sea como siempre pretendemos y que queramos o no, siempre nos enseñará lo que necesitamos aprender.
¿No les pasa que en ocasiones ciertos temas se les anclan en la cabeza y les impide pensar en otra cosa y de alguna manera necesitan liberarse de ello?
Pues así estoy yo por cuenta de esta nueva pandemia. ¡No! No estoy hablando del Coronavirus (ese va a pasar en menos de lo que canta un gallo o estornuda un chino), Estoy hablando de esa epidemia de gente “rota” que va rompiendo a todo el que se le atraviesa bajo el pretexto de la decepción y el desamor que experimentaron.
En esta infección, el síntoma más predominante es darse a la tarea de perpetuar ese sentimiento de pena, angustia y dolor con el único propósito de mantenerlo ardiendo para poder proyectarlo –explícitamente- en otros y demostrar vehementemente que fuimos heridos, que no tenemos nada mejor que ofrecer y que bajo cualquier circunstancia siempre habrá que anticipar lo peor, dando lugar al mantra: “Hiero porque estoy herido”
Al repetirnos esto, buscamos eximirnos de la tarea de sanar, de depurarnos de nuestras dolencias emocionales (que aveces llegan a ser incluso físicas) y de hacer las paces con el pasado; por el contrario, queremos resolver todo con la técnica infalible de esta época post moderna, El famoso: ¡Bloqueo!, ¡bloqueo!, ¡bloqueo! (de WhatsApp, Facebook e Instagram respectivamente), acto que viene siendo igual al peluquín de Donald Trump: feo y totalmente desubicado.
Nos hemos acostumbrado a estar de “duelo”, a retroceder, lamentarnos y a magnificar las señales de alerta de catástrofe. Dedicamos nuestra existencia a aumentar el ego asociado al sufrimiento. Sí, el Ego. Aunque usted no lo crea (léase con voz de intro de serie ochentera), el Ego también interviene en esos instantes en los que creemos que los que nos pasó a nosotros, fue lo más fuerte, lo más hiriente, lo peor y que seguro esa otra persona no lo entiende porque simplemente mi duelo es el Rocky Balboa de los duelos.
Perdemos tiempo valioso en esa revolcadera de bilis que nos da el recordar lo que “nos hicieron” y perdemos personas valiosas en ese continuo replicar de nuestros miedos porque nos negamos a aceptar que la vida no está diseñada para que sea como siempre pretendemos y que queramos o no, siempre nos enseñará lo que necesitamos aprender.
A este punto, está claro que hacernos la “Vístima” no nos va a solucionar nada, el proceso para acabar esta historia sin fin debe ser una práctica personal consciente de sanación, -aunque suene muy Dalai Lama- cada quien deberá decidir cerrar el decadente ciclo de matar o morir porque al final del día es evidente que todos terminamos perdiendo.
Por supuesto que no hay un método infalible para cambiar lo que nuestras experiencias nos han convertido y romper con esta cadena mísera que nos está llevando a relaciones que se acaban antes de que empiecen; por eso se vale intentar de todo: desde técnicas como el ho’oponopono (No, no es una posición del Kamasutra), hasta mandar todo a la mierda, pero de manera consciente para que no terminemos más untados y untando a los demás.
En todos estos años de experiencia como encomendada de las causas perdidas (Alias: Rehabilitadora de gamines), me he dado cuenta de que todo el mundo desea ser salvado, que la mayoría de nosotros no quiere herir, pero no sabemos cómo salir de ese espiral de destrucción; mejor dicho: somos bien pendejos.
La verdad es que nuestra arrogancia inconsciente nos impide llevar a cabo el único acto que nos puede salvar: Perdonar. Perdonarnos y reconciliarnos con nosotros mismos, porque al final, sabemos que somos el resultado de las decisiones que tomamos y que lo que realmente nos hirió fueron nuestras expectativas y no la Baracunatana esa o el Animal rastrero aquel.